El pequeño
Omar es un terremoto y Rashad, su hermana, más bien tímida. Mientras uno corre,
grita y juega, la otra coge una escoba y empieza a barrer o busca cobijo a la
vera de su madre. Son niños pequeños que hacen todo lo que se supone que tienen
que hacer a su edad, pero en un entorno diferente. Viven en un hospital de una
ciudad en guerra, un lugar donde cada día muere gente. Los pequeños son la luz en un mundo de oscuridad.
Son
cerca de las nueve de la noche de un día cualquiera y el doctor Osman, padre de
los pequeños, decide meter en el vestíbulo a un hombre que lleva horas en la
calle tendido en una camilla. "Es un vagabundo, lo que necesita son
servicios sociales, no un hospital", dice el doctor, medio en broma medio
en serio, mientras le introduce una vía para inyectarle suero. "Hace
tiempo que ni come ni bebe, no puedo hacer más", cuenta Osman con su
habitual gesto, entre cansado y resignado, en el semblante. Un niño con un
corte en una oreja que aguanta estoicamente la sutura es el otro paciente que
queda en el hospital, el suelo ya está limpio de sangre y nada hace pensar que
pocas horas antes ese lugar era la capital mundial de la tragedia, otro día más.
En las
horas punta, el pequeño vestíbulo se convierte en un baño de sangre. La prioridad
es salvar vidas como sea, y a otra cosa. Cuando un hombre llega con una pierna
unida solo de milagro, se le entablilla, se le venda y se le envía a algún otro
hospital, en la ciudad o en otro lugar, donde pueda ser operado. Cuando alguien
fallece se le lleva rápidamente al local vecino, morgue improvisada, para que
otro paciente ocupe su lugar. No hay tiempo para lamentarse ni camillas para
todos.
El
Doctor
Hablar
con Osman con tranquilidad es complicado. Aun en los ratos más tranquilos,
siempre tiene algo que hacer. Es el único médico de urgencias. "Anoche me
despertaron dos veces, aunque hay días que consigo dormir tres o cuatro horas
seguidas" dice con tono irónico antes de ir a atender a un bebé. A la
vuelta, el doctor explica indignado que
la cría tiene síntomas de hemorragia cerebral y que hay que mandarla al
hospital universitario. El problema es que tal hospital está en el otro lado,
el controlado por las tropas de Assad, y el camino es muy peligroso.
"Hemos mandado a tres personas de noche pero les han disparado y han
tenido que volver. Aquí no estamos preparados para esta guerra", comenta
mientras mira al vacío.
Osman
era doctor en un centro cardiológico de Alepo que cerró cuando empezó la
batalla en la ciudad. Luego probó en uno infantil, pero cuando visitó el
hospital en el que ahora se encuentra y vio "como se atendía a los
pacientes en el suelo", decidió quedarse. "Mi mujer pensó que vivimos
juntos y moriremos juntos, como en las películas", cuenta para justificar
la presencia de su familia en el centro, a la vez que cree que "los niños
son demasiado pequeños para entender lo que sucede a su alrededor".
Para
trabajar en el hospital en las condiciones actuales hace falta tener
convicción. Osman la tiene y piensa que "la revolución es honesta".
Pese a ser una de las personas que más en contacto está con la muerte en Alepo,
el doctor no reniega de la situación. "Hemos perdido mucho y estamos
sacrificando mucho, pero no aceptamos al dictador", dice con voz apagada
pero segura. Muy convencido tiene que estar el doctor Osman para seguir dando
su energía para intentar salvar vidas, muchas veces sin éxito. Máxime cuando
expresa que cada vida que se le escapa de las manos es porque él mismo ha
fallado en su trabajo.
Los
demás
Además
del doctor Osman, un equipo de una veintena de personas conforma la plantilla
del hospital. Pocos médicos, algunos enfermeros y otros que están para echar
una mano en lo que sea trabajan precariamente en la planta baja, entre la única
sala de urgencias y el vestíbulo. En el sótano se realizan radiografías y el
primer y segundo pisos sirven de vivienda. Los demás están inutilizados por la
destrucción de los morteros, hasta cinco, que ha recibido el edificio.
Entre
los miembros de la plantilla está Hassan, joven enfermero, que si no está
ocupado llama a la oración desde el micrófono del recibidor. También está
Hamid, que hace las veces de chico de los recados y se ocupa de limpiar la sangre
acumulada en el suelo tras los momentos de máximo ajetreo. Hamid tiene 15 años
y se niega a irse con sus padres, que viven en un pueblo de la zona controlada
por el ejército regular sirio.
También
está Zacaría, que lleva el recuento de las víctimas y anota sus nombres. Cuando
los muertos no llevan documentación encima y no han venido con familiares,
Zacaría les hace fotos y las archiva, para que el día en el que alguien
aparezca para preguntar pueda decirle donde están enterrados. Ahmed, siempre
atento, viste con atuendo militar aunque hace poco que le quitaron el
kalashnikov. Ofrece seguridad y conduce una pequeña furgoneta, coche fúnebre,
para llevar a los muertos anónimos al cementerio y enterrarlos en pequeñas
fosas comunes.
Son
revolucionarios cuyo papel en esta guerra se juega lejos del frente. De todos
ellos, solo tres trabajaban en el centro antes de la batalla de Alepo. Ahora
son una familia unida por el dolor que lucha cada minuto para que la vida gane
la guerra a la muerte.
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