Me gusta escribir en el blog, pero me gustaría más que algún editor me diese un poco de espacio en un periódico. Y que me pagase por ello.

jueves, 8 de noviembre de 2012

El Hospital

Publicado en Berria el 3 de noviembre

El pequeño Omar es un terremoto y Rashad, su hermana, más bien tímida. Mientras uno corre, grita y juega, la otra coge una escoba y empieza a barrer o busca cobijo a la vera de su madre. Son niños pequeños que hacen todo lo que se supone que tienen que hacer a su edad, pero en un entorno diferente. Viven en un hospital de una ciudad en guerra, un lugar donde cada día muere gente. Los pequeños son la luz en un mundo de oscuridad.

Son cerca de las nueve de la noche de un día cualquiera y el doctor Osman, padre de los pequeños, decide meter en el vestíbulo a un hombre que lleva horas en la calle tendido en una camilla. "Es un vagabundo, lo que necesita son servicios sociales, no un hospital", dice el doctor, medio en broma medio en serio, mientras le introduce una vía para inyectarle suero. "Hace tiempo que ni come ni bebe, no puedo hacer más", cuenta Osman con su habitual gesto, entre cansado y resignado, en el semblante. Un niño con un corte en una oreja que aguanta estoicamente la sutura es el otro paciente que queda en el hospital, el suelo ya está limpio de sangre y nada hace pensar que pocas horas antes ese lugar era la capital mundial de la tragedia, otro día más. 

En las horas punta, el pequeño vestíbulo se convierte en un baño de sangre. La prioridad es salvar vidas como sea, y a otra cosa. Cuando un hombre llega con una pierna unida solo de milagro, se le entablilla, se le venda y se le envía a algún otro hospital, en la ciudad o en otro lugar, donde pueda ser operado. Cuando alguien fallece se le lleva rápidamente al local vecino, morgue improvisada, para que otro paciente ocupe su lugar. No hay tiempo para lamentarse ni camillas para todos.

El Doctor
Hablar con Osman con tranquilidad es complicado. Aun en los ratos más tranquilos, siempre tiene algo que hacer. Es el único médico de urgencias. "Anoche me despertaron dos veces, aunque hay días que consigo dormir tres o cuatro horas seguidas" dice con tono irónico antes de ir a atender a un bebé. A la vuelta, el doctor explica  indignado que la cría tiene síntomas de hemorragia cerebral y que hay que mandarla al hospital universitario. El problema es que tal hospital está en el otro lado, el controlado por las tropas de Assad, y el camino es muy peligroso. "Hemos mandado a tres personas de noche pero les han disparado y han tenido que volver. Aquí no estamos preparados para esta guerra", comenta mientras mira al vacío.

Osman era doctor en un centro cardiológico de Alepo que cerró cuando empezó la batalla en la ciudad. Luego probó en uno infantil, pero cuando visitó el hospital en el que ahora se encuentra y vio "como se atendía a los pacientes en el suelo", decidió quedarse. "Mi mujer pensó que vivimos juntos y moriremos juntos, como en las películas", cuenta para justificar la presencia de su familia en el centro, a la vez que cree que "los niños son demasiado pequeños para entender lo que sucede a su alrededor". 

Para trabajar en el hospital en las condiciones actuales hace falta tener convicción. Osman la tiene y piensa que "la revolución es honesta". Pese a ser una de las personas que más en contacto está con la muerte en Alepo, el doctor no reniega de la situación. "Hemos perdido mucho y estamos sacrificando mucho, pero no aceptamos al dictador", dice con voz apagada pero segura. Muy convencido tiene que estar el doctor Osman para seguir dando su energía para intentar salvar vidas, muchas veces sin éxito. Máxime cuando expresa que cada vida que se le escapa de las manos es porque él mismo ha fallado en su trabajo.

Los demás
Además del doctor Osman, un equipo de una veintena de personas conforma la plantilla del hospital. Pocos médicos, algunos enfermeros y otros que están para echar una mano en lo que sea trabajan precariamente en la planta baja, entre la única sala de urgencias y el vestíbulo. En el sótano se realizan radiografías y el primer y segundo pisos sirven de vivienda. Los demás están inutilizados por la destrucción de los morteros, hasta cinco, que ha recibido el edificio.

Entre los miembros de la plantilla está Hassan, joven enfermero, que si no está ocupado llama a la oración desde el micrófono del recibidor. También está Hamid, que hace las veces de chico de los recados y se ocupa de limpiar la sangre acumulada en el suelo tras los momentos de máximo ajetreo. Hamid tiene 15 años y se niega a irse con sus padres, que viven en un pueblo de la zona controlada por el ejército regular sirio.

También está Zacaría, que lleva el recuento de las víctimas y anota sus nombres. Cuando los muertos no llevan documentación encima y no han venido con familiares, Zacaría les hace fotos y las archiva, para que el día en el que alguien aparezca para preguntar pueda decirle donde están enterrados. Ahmed, siempre atento, viste con atuendo militar aunque hace poco que le quitaron el kalashnikov. Ofrece seguridad y conduce una pequeña furgoneta, coche fúnebre, para llevar a los muertos anónimos al cementerio y enterrarlos en pequeñas fosas comunes.

Son revolucionarios cuyo papel en esta guerra se juega lejos del frente. De todos ellos, solo tres trabajaban en el centro antes de la batalla de Alepo. Ahora son una familia unida por el dolor que lucha cada minuto para que la vida gane la guerra a la muerte.

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