Zacaria yace en una camilla, con el torso desnudo, en medio del vestíbulo de unos de los cuatro hospitales activos en la zona rebelde de Alepo. Tiene una herida de bala en el costado, que le penetró hasta un pulmón. Una máquina le drena la sangre mientras el hombre lucha por mantenerse entero, esperando a que su familia le venga a buscar. Zacaria es un vendedor ambulante herido por un francotirador.
Son las
dos y media de la tarde y en el hospital no parece que haya mucha actividad,
más allá del ajetreo en el vestíbulo causado por las idas y venidas de soldados
rebeldes. El doctor de enfermería Yassin Darwish, de 36 años, tiene tiempo para
fumarse un cigarrillo, envuelto en su traje azul manchado de sangre seca.
"No hemos almorzado todavía, pero hoy es un día tranquilo", espeta el
doctor, quien antes de la revuelta tenía una farmacia y una clínica privada.
Darwish
asegura que entre los cuatro hospitales de Alepo hay 10 doctores y un total de
50 personas, que van rotando de centro. "Somos voluntarios, pero hay gente
que nos proporciona comida y todo lo que necesitamos", cuenta el doctor,
que se resigna cuando piensa que en la ciudad había unos 5.000 doctores.
"Me tengo que sacrificar por el futuro de mis hijos", dice
confirmando que lo suyo es cuestión humanitaria, pero también ideológica.
Tierra
de nadie
La
distancia que separa el hospital del barrio de Saif al Daula, uno de los varios
frentes de la ciudad, se puede recorrer en 15 minutos en coche. El recorrido,
por grandes avenidas, está libre de atascos. A los lados se observan algunos
edificios destrozados por los morteros y muchos cristales rotos. En las
pequeñas calles que dan a la principal, los ciudadanos intentan hacer vida
normal, los negocios abren y los cafés sirven el té.
Las
señales de vida van desapareciendo a medida que el sonido de los morteros y las
balas se hace más fuerte y la destrucción más evidente. A dos calles de la
avenida que da nombre al barrio, en el recibidor de un edificio de viviendas,
se encuentra la comandancia de uno de los grupos que forman el Ejército Sirio
Libre (ESL). Algunos rebeldes descansan y custodian el lugar.
"Mataron
a nueve miembros de mi familia. Les bombardearon su casa", relata Abu
Amar, un fabricante de calzado de 31 años procedente de la ciudad de Al Bab que
sirve en una unidad logística. "En un mes y medio que llevo en Alepo han
muerto dos compañeros y uno ha perdido la pierna, y eso que raramente
disparamos", cuenta en el momento en que estalla un mortero más cerca de
lo habitual. "Dios está con nosotros, no tenemos miedo", finaliza
mirando al cielo.
Mientras
los rebeldes reciben la comida que ha traído Abu Amar, un hombre camina
solitario por la calle vacía, vestido con la tradicional túnica árabe y apoyado
en un bastón. Son las tres y media de la tarde y Abu Mohamed, de 80 años,
asegura que prefiere morir en su casa que en el exilio. "No tengo miedo y
tengo a mi familia conmigo", dice el anciano, que en su día tuvo una
pequeña fábrica textil. Abu Mohamed explica que de las 12 familias que vivían
en su edificio, solo quedan tres. También alaba a los soldados del ESL (quizás
porque tiene a tres de ellos a su alrededor), de quienes dice que le traen
comida y todo lo que necesita. "Espero que esto acabe pronto", señala
no obstante Abu Mohamed, antes de continuar su digno camino en solitario por
las calles desoladas.
El
frente
La Avenida
Saif el Daula está literalmente destrozada. Ningún edificio permanece intacto y
los cables de la electricidad, tumbados en el suelo, se mezclan con la ruina de
los edificios bombardeados, montones de basura y alguna que otra barricada en
forma de piedras alineadas en medio de la carretera. Para cruzar las calles que
desembocan en la avenida hay que correr, ante la amenaza de los francotiradores
del ejército regular. Aquí ya no quedan civiles.
Una
kativa (grupo de combate) del grupo Ansar el Din tiene su sede en los bajos de
un edificio que da la espalda a la línea del ejército de Assad. En el otro lado
de la calle, un edificio de viviendas totalmente calcinado y una mezquita con
diversos boquetes de mortero que ya no llama a la oración atestiguan la crudeza
de los combates.
Mike
(apodo con el que es conocido), un activista que se dedica a grabar vídeos de
la batalla y subirlos a internet, cuenta que los días y días de combates apenas
dan resultados en el terreno. "Aquí se lucha durante días para tratar de
controlar un edificio", explica el joven antes de cruzar al trote una
calle con su cámara para grabar los efectos de los últimos bombardeos desde una
nueva perspectiva. "Esto está muy tranquilo hoy", dice pese a que el
sonido de fondo de la batalla apenas se detiene.
"Solo
quiero irme de este jodido lugar"
Son las
seis de la tarde y está a punto de oscurecer. En una esquina, un par de calles
por debajo de la Avenida Saif el Daula, dos chavales con vestido militar y
rifles kalashnikov colgando a la espalda charlan animadamente. Tienen 19 años.
Uno de ellos, Jatab, de pelo rizado estilo afro, original de Alepo, dice que
era rapero, mal estudiante y que sus padres le pidieron que luchase en el
frente.
"Ayer
matamos a un francotirador, me sentí bien", asegura Jatab esbozando una
sonrisa orgullosa. Los jóvenes han venido a buscar a un miembro de su kativa y regresan
al frente de Bustan el Bashar. Antes de montar en la furgoneta, el rapero
cuenta que cuando acabe la guerra, si está vivo, se irá a Londres para casarse
con una de sus primas. "Solo quiero irme de este jodido lugar",
concluye.
Se hace
la noche en Alepo. Desde lo alto de un edificio se ven luces sobrevolando la
ciudad acompañadas de sonoros estruendos. Las ráfagas no cesan. La noche no
será tan tranquila como lo ha sido el día.
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